Destinos...en el Hipódromo de Mercedes.
UNA CRÓNICA DEL AMIGO ÁNGEL JUÁREZ... y nuestro furtivo complemento.
-Cuando un empujón salva una vida-
-Cuando un empujón salva una vida-
Le gustaba ir al hipódromo los domingos de tarde. Allí se encontraba con otros viejos y charlaban de cualquier cosa menos de caballos, pero igual se acodaban en el picadero; miraban el floreo, y después se quedaban ahí, en la baranda, hasta que desde la tribuna llegaba el tradicional: ¡largaron! Luego pasaban los tordillos, zainos, y alazanes entre una nube de tierra, y las casacas multicolores se confundían más allá de la curva. Después venían las fotos del matungo echando espuma por la boca; el minúsculo y sonriente jinete levantando la fusta, y un montón de gente que pugnaba por quedar en el recuerdo.
Y fue una de esas tardes cuando –acodado en el picadero- un niño pequeño entró corriendo tras algún duende que sólo él veía, pero que remolineaba entre las patas de los caballos. Dicen los testigos que lo empujó “justito”…que el niño cayó en el pasto y la cabeza del viejo recibió la patada.
Lo llevamos al Hospital de Paysandú con pocas esperanzas, pero el muy cabeza dura logró sobrevivir. Yo no supe hasta algún tiempo después por qué –cuando pudo hablar- lo único que decía era: ¡no querido!, pero alguien dijo haber escuchado eso en el instante que se tiró para sacar el infante de las patas del caballo.
Después de ese episodio no vivió mucho tiempo, y las secuelas del golpe fueron evidentes.
Nadie llegó nunca a preguntar por él, y no me refiero a sus amigos que sí lo hicieron, sino a los padres de aquel niño que hoy posiblemente tenga hijos gracias al empujón de un viejo jubilado. Pero eso en realidad no importa, porque sí es seguro que si él tuviera la oportunidad repetiría ese empujón cuantas veces fuera necesario.
Así era ese hombre que vivió con las manos manchadas de cal y siempre con algún dedo reventado por un martillazo de obra. Ni mejor ni peor que otros; dispuesto a dar hasta la camisa, y cumplidor de códigos no escritos que ya no existen.
Si hoy me preguntan dónde está enterrado, no lo sé. Jamás me preocupé por recordar el número del nicho porque supe que nunca volvería. El aparece cuando quiere, me recuerda algunas cosas y se va. A veces descubro que canta por mi boca cuando escarbo la tierra del jardín, o cuando me da por “albañilear” poniendo algún ladrillo encima de otro.
Y fue una de esas tardes cuando –acodado en el picadero- un niño pequeño entró corriendo tras algún duende que sólo él veía, pero que remolineaba entre las patas de los caballos. Dicen los testigos que lo empujó “justito”…que el niño cayó en el pasto y la cabeza del viejo recibió la patada.
Lo llevamos al Hospital de Paysandú con pocas esperanzas, pero el muy cabeza dura logró sobrevivir. Yo no supe hasta algún tiempo después por qué –cuando pudo hablar- lo único que decía era: ¡no querido!, pero alguien dijo haber escuchado eso en el instante que se tiró para sacar el infante de las patas del caballo.
Después de ese episodio no vivió mucho tiempo, y las secuelas del golpe fueron evidentes.
Nadie llegó nunca a preguntar por él, y no me refiero a sus amigos que sí lo hicieron, sino a los padres de aquel niño que hoy posiblemente tenga hijos gracias al empujón de un viejo jubilado. Pero eso en realidad no importa, porque sí es seguro que si él tuviera la oportunidad repetiría ese empujón cuantas veces fuera necesario.
Así era ese hombre que vivió con las manos manchadas de cal y siempre con algún dedo reventado por un martillazo de obra. Ni mejor ni peor que otros; dispuesto a dar hasta la camisa, y cumplidor de códigos no escritos que ya no existen.
Si hoy me preguntan dónde está enterrado, no lo sé. Jamás me preocupé por recordar el número del nicho porque supe que nunca volvería. El aparece cuando quiere, me recuerda algunas cosas y se va. A veces descubro que canta por mi boca cuando escarbo la tierra del jardín, o cuando me da por “albañilear” poniendo algún ladrillo encima de otro.
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