Vete para Siermpre, Caravana de Geronte
Con este cuento recibí la satisfacción de una mención que me recompensó de la privación de haber quedado muy lejos, tanto en la premiación del primer lugar del LLamado abierto del MIdes-Soriano, como en el de las menciones distinguidas. La jura estuvo a cargo de un Tribunal de idóneos de reconocida probidad intelectual. Se puso el concurso bajo la advocación de "Envejecer creciendo". Lo transcribo:
***
Montevideo me recibió hoy con esa tensión de la rapidez que no se encuentra análogamente en las parsimonias de Mercedes, gratas a la tranquilidad de la salud cuando no les da por acumular monotonías al grisáceo tono natural de las rutinas aldeanas. Entonces se tapizan las paredes del ánimo endodérmico, así como las externalidades oscuras de las calles humeñas y sus empedrados de adoquín, bitumen, granza y hormigón.
El colectivo interdepartamental en que viajé ingresó a su box No.22 tras dejar Boulevard y a la izquierda la solitaria iglesia del Papa Juan Pablo II. Al atrio interdicto le habían trasladado la efigie pontificia hacia la gigante y cercana Cruz de los penitentes en el propio nacimiento de la Avda. Italia.
Los ahítos andenes omnibuseros estaban colmados de gente y encomiendas, mientras los ruidos de motores e intermitentes sirenas por emergencias policiales y cardíacas, aturdían con sus alertas de agudos y nerviosos decibles en medio de una atmósfera tumultuosa, aunque controlada.
Desde allí se inciaba la dispersión de las bípedas hormiguitas, cada una con sus urgentes silencios, cada cual con sus respectivas prisas.
Menos mal que Carlos María , el desplazado conductor de pie ligero por decisión gerencial de la Inspectoría de Choferes, a úlltimo instante cedió la cabina a otro al salir la unidad de Mercedes Terminal Shopping en la madrugada de Plaza Artigas, avanzada en aurora borrascosa pese al calendario primaveral.
Pobre Carlos. No viajará nunca más…
Esa mañana yo no quería arribar con celeridad. Aborrecía los motivos del viaje. Un minuto de menos en llegar a Tres Cruces era uno ganado para enlentecer la desagradable gestión auto encomendada, subsidiaria de la progresión que indicaban mis años y su fatiga en proceso biológico sumatorio, cercano el tiempo de las inflexiones existenciales que demandan como sucedáneo mínimo la inminencia de la pasividad previsional.
Culpa de la mampara entré asfixiado a la cámara torturante del oportuno taxi libre peñarolense, tan rancio como sus colores deportivos en el setiembre perdedor de nostalgias que antes cantaban con asiduidad víctores tonantes, goles, triunfos y laureles, ya transferidos a la memoria aurinegra de glorias perimidas archivadas.
Los clubes también envejecen, no sólo las personas.
Para colmo ese eufemismo de “obreros del volante”, una vez más mostró su inocua potencialidad semántica a contraflecha del tino. Mucha coqueta caravanita en el pabellón zurdo y poco sustento elemental por fláccida protección cautelar al cliente aleatorio:yo. En verdad que la gran obra del tachero fue ponerme al borde de un ataque en la red neuronal del sistema del gran simpático, sin ser mujer, entretenido el aspirante a campeón de Fórmula 1 en buscar el más pequeño intersticio al vaivén de trillos culebreros para adelantarse al viejo cascajo que nos precedía por la congestionada 18 de Julio, plena de ronquidos gaseosos de monóxidos escapes de carbonatos negriazules, usurpando cambiantes carriles en su obsesivo y neurótico manejo.
Rompimos su línea de vanguardia en la picada. No obstante el desvencijado Ford, muy presto, nos alcanzó en la detención de un semáforo cuando sin expresar deseos de ingreso al soso espectáculo a cielo abierto de dudosas destrezas antigravitacionales con pelotillas y palillos, debí bancarme y otra vez mil, un típico sobreviviente de las avenidas metropolitanas. Además a su compañero de andanzas y acechanzas, un arremetedor higienista de los vidrios parabrisas. En ristre, mini botellita de cien usos, ahora pequeña garrafa donde se acumulaban ex líquidos jabonosos, sucios y, faltaría más, los íconos de la sub cultura plancha,un extravagante par de colgantes rococó en sendas y desprolijas orejas.
¿Para qué imprimió tanta velocidad a costa de mis sustos el jovernzuelo taxista, émulo trucho e irresponsable del veterano Fangio, si también otro escarabajo verde con forma de Volkswagen nazi estaba junto a nos desde estribor? No se ha aprendido aún en estos tiempos de incertidumbres que la tortuga termina por superar a la atlética liebre si el roedor, de pura irracionalidad, pretende adueñarse de la velocidad y de la verdad.
Inmediatamente debí resignarme como plus a inesperado y coactivo paseo clandestino, no solicitado, sólo para que cayesen en mi desmedro financiero fichas de más a favor del taxímetro truculento del itinerario largo y su impávido lazarillo, especialista en diálogos apenas monosilábicos de frugal vocabulario.
No protesté.¿Para qué? La jornada aprestaba ácida y tensa que así lo intuía. Me daba cuenta del ingenuo timo, que mucha sagacidad no era necesaria para descodificarlo, preparándome sólo para la probable amansadora que me aguardaba en el B.P.S.
Aspiré medrosa saliva mientras imitaba tal el mimo francés Marcel Marceau, fallecido un año atrás, las verónicas braquiales de mi transportista sobre la dirección hidráulica del Chevrolet Corsa, sus cambios en la palanca de fuerza, y el duro enfrentamiento bipolar del freno conservador y el ultra radical acelerador de mi talibán callejero. Más parecía una dialéctica mecánica del complicado Hegel entre las tesis y antítesis de mis pesares viales.
De haberme visto el cardiólogo mercedario de cabecera en tal encrucijada, hubiese ordenado otra dosis de mayor gramaje en la amigable pastillita ansiolítica. Ya un aneurisma virtual miraba con aviesas apetencias desde su mórbido atalaya cerebral. Pero…¡por fin! ¡Peatonal Sarandí a la vista! anuncié a la sordina con contenida alegría . Evoqué y fue mío ahora el sentimiento y el grito de Rodrigo deTriana en aquella lejanísima jornada del 12 de octubre por las aguas caribeñas de Guanahí. La señal era inequívoca sobre la proximidad de mi destino. Si uno viene azorado, no puede imaginar que por esas vetustas aceras anduvo en lapsos decimononos, jugando exitosamente a dandy, el admirado Roberto de las Carreras, hijo de la transgresora Clarita García de Zúñiga, mientras su nene piropeaba y acicalaba a una vez cultivado bigotillo Dalí en romántica reverencia a la idealizada y salmódica Venus Cavallieri, más seductora que nuestras contemporáneas patinadoras del hielo televisivo que, tres cuartas partes del universo rioplatense aplaude y envidia por más que juren lo contrario en sus culteranismos invertidos de té con masitas finas, five o’cloc.k
El corazón se replegó. No digo “tranquilizó”, pues sabía que muy pronto debería entrar en mayor ritmo desafiando a esa congénita y malhadada válvula mitral que desde niño le dio esporádicamente por fallar, sofocándome con arritmias bastante más habituales y compulsivas en gerontes de avanzadas edades provectas que no tanto en mi vejetud de jovato.
Ingresé al edificio público que hace cruz con la Iglesia Matriz creyendo que la cúpula mayor remitiría misericordiosos vientos místicos de religiosidad, mensajeros de cordiales albures, alegrando mis expectativas de obtener mejor cómputo jubilatorio que el tacaño y miserable pre adjudicado en Mercedes, que a eso iba.
Los murales del gran Gurvich con sus claras influencias de antiquísimos collages estilo bizantino advertían que todo olía a las capciosas frivolidades del rico imperio del Egeo. Formatos barrocamente confusos polucionaban el aire. Ardió la brasa de la sospecha contra el foráneo seljulcida invasor –que parecía yo serlo- tal si relanzasen fuego griego, peleando en solitario y, allí, agazapada, la princesa de todas las batallas, la de los expedientes.
Aguardé mi turno en medio de una asamblea de caras a cada cual más impersonal y ausente, incluida la mía, por supuesto. Parecíamos rezar en silencio desafinados pronunciamientos diversos y discordes mediante un verbo laico de esquelético cantoral gregoriano , preconfigurado en caliente imaginación. Lucíamos cuasi entregados, sin ofrecer resistencia al inexcusable connubio burocrático que advendría en instantes. La preocupación se testimoniaba por notorio y pétreo talante gestual, hosco, buceando en reclamo reivindicativo una fuerza interior protectora, sectorizada más en el azar de esperanzas y plataformas vagas que en prudencias sustentables.
La lentitud de los amanuenses de oficina no se caracteriza por virtudes de perentoriedad. El reloj pulsera siguió por una vez y media su noria suiza de traslación, girando y girando, aburridos el minutero y el segundero, sin ir a ninguna parte en sus cárceles circulares que el tiempo es muy veleidoso e impenitente
Como en el mito, Kronos devoraba implacable a sus propios hijos. No se deja fácilmente domeñar.Goza haciéndonos prisioneros ineludibles a condena terrenal perpetua. Luego, gradualmente, nos enviará arrugas, jorobas y achaques artrósicos. Los llevo conmigo, las arrugas, las jorobas y los achaques, viajero de donde vaya, creciendo mes a mes turbulencias seniles .
Intenté calmar en la oscura sala de mis tribulaciones, posición sedente de aparente descanso, hierática a lo Ramsés II en el Valle de los Reyes del Nilo. Las sillas de plástico se incrustaban en mis castigados riñones por voluntad extranjera de algún sádico diseñador de la Bauhaus. El ignoto alemán se empeñó en construirlas sin saber que por aquí no todos somos masoquistas, y si amantes sedentarios de las elongadas comodidades ventrales.
De repente, en medio de la crisis mayor de las punzadas costales, descubro una lectura adherida con cascola sobre el fuste de una enorme y obesa columna marmórea que recorre, en erección rectal de arquitectura monumental, todos los pisos del B.P.S.
Imagino que se trataría de un decreto oficialesco.Equivocación. Era un poema de Mario Benedetti, también sembrados por doquier en el lugar, poeta de lo citadino el veterano que lleva 88 años de prodigalidad literaria con devolución cosmopolita hacia el país mediante halagüeños y múltiples premios mayores, merced de su escribiente fecundidad. ¡Ah! ayudaría a soportar la espera, el tedio, el cansancio y la ansiedad. Leo, cabalgando sobre los visionarios versos:
-“Que suerte / siempre iguales / vos y yo / desde aquella primera alegría de nuestro primer sueldo / siempre iguales / hermano / en las licencias / en los aguinaldos / en los ascensos / en las comisiones / siempre el mismo cargo / siempre el mismo sueldo / yo / usando lo que sé / brindando lo que tengo / ecuaciones / inglés / teneduría / alemán / buena letra / logaritmos / yo/ usando lo que sé / nada más / nada menos / vos/ prendido a la Oreja / como una caravana”.
¡Cúanta perspicacia en el vate del paso taurino tacuaremboense! Deslumbra la precisión, el clamor económico del lenguaje, no realismo mágico sino auténtico, concisión y la sapiente elección de la palabra adecuada en tributo descriptivo a la sugestiva radiografía de obsecuencias laborales de tantos seres que comparten nuestras cotidianeidades vendiendo faustinamente su dignidad promiscua. Resisten y driblean incompetencias impulsados por holgazanerías, vía magna del menor esfuerzo.
Algunos que conocía aplicaron al pie de la letra la receta y el vademécum total, posesos de un alma tutorial por el influjo de pequeñas devociones y renuncias pervertidas.
Otros, en tanto, prefirieron abstenciones. O procuraron valientes elusiones sustitutas antes de venderse. Valen estos para ser admirados en sus anonimatos oscuros, dignos, sin redención ni pecados.
Mientras repasaba en la memoria a unos y a otros con la taxonomía vil que transita entre el alcahueterismo miserable y el decoro recio y honorable, de pronto se sentó junto a mí un señor cano. La sorpresa ahuyentó las reflexiones éticas que copaban hasta entonces mis pensamientos, colapsándolos en fuga inmediata. Recíprocamente reparamos mutuamente con auscultantes miradas ante el soslayo de la emergente discreción primaria
-¡¿No me digas que eres Manuel González?! exclamó el llegado al reconocerme.
-Si hermano, el mismo Manuel González de Mercedes, le respondí, ¿qué es de tu vida, Lorenzo?
Hubo inmediatamente un arracimado trasiego de informaciones navegando los dos por extensa bitácora. Lorenzo estaba casualmente en Montevideo por el mismo asunto que yo.Venía desde Paysandú, radicado allí algún año atrás. Había trabajado sus años en actividades de responsabilidad menguada cuando comparamos legajos respectivos. En fin…se jubilaba con pródigo tope máximo…¡jummmmm!....
Retorné a Mercedes. Rápidamente me dirigí hacia el moisés de mi reciente nietita; le di un besito cargado de ternura y honda caricia de infinito amor y fe. Retiré de la rosácea orejita el juego de caravanas aúreas que le había regalado para simbolizar el ritual ancestral de los abuelos en gracia y augurio a la condición femenina, alianza simbólica del fino y sagrado metal con augurios de Vida noble. Confiaré en ella, sin caravanitas…
El colectivo interdepartamental en que viajé ingresó a su box No.22 tras dejar Boulevard y a la izquierda la solitaria iglesia del Papa Juan Pablo II. Al atrio interdicto le habían trasladado la efigie pontificia hacia la gigante y cercana Cruz de los penitentes en el propio nacimiento de la Avda. Italia.
Los ahítos andenes omnibuseros estaban colmados de gente y encomiendas, mientras los ruidos de motores e intermitentes sirenas por emergencias policiales y cardíacas, aturdían con sus alertas de agudos y nerviosos decibles en medio de una atmósfera tumultuosa, aunque controlada.
Desde allí se inciaba la dispersión de las bípedas hormiguitas, cada una con sus urgentes silencios, cada cual con sus respectivas prisas.
Menos mal que Carlos María , el desplazado conductor de pie ligero por decisión gerencial de la Inspectoría de Choferes, a úlltimo instante cedió la cabina a otro al salir la unidad de Mercedes Terminal Shopping en la madrugada de Plaza Artigas, avanzada en aurora borrascosa pese al calendario primaveral.
Pobre Carlos. No viajará nunca más…
Esa mañana yo no quería arribar con celeridad. Aborrecía los motivos del viaje. Un minuto de menos en llegar a Tres Cruces era uno ganado para enlentecer la desagradable gestión auto encomendada, subsidiaria de la progresión que indicaban mis años y su fatiga en proceso biológico sumatorio, cercano el tiempo de las inflexiones existenciales que demandan como sucedáneo mínimo la inminencia de la pasividad previsional.
Culpa de la mampara entré asfixiado a la cámara torturante del oportuno taxi libre peñarolense, tan rancio como sus colores deportivos en el setiembre perdedor de nostalgias que antes cantaban con asiduidad víctores tonantes, goles, triunfos y laureles, ya transferidos a la memoria aurinegra de glorias perimidas archivadas.
Los clubes también envejecen, no sólo las personas.
Para colmo ese eufemismo de “obreros del volante”, una vez más mostró su inocua potencialidad semántica a contraflecha del tino. Mucha coqueta caravanita en el pabellón zurdo y poco sustento elemental por fláccida protección cautelar al cliente aleatorio:yo. En verdad que la gran obra del tachero fue ponerme al borde de un ataque en la red neuronal del sistema del gran simpático, sin ser mujer, entretenido el aspirante a campeón de Fórmula 1 en buscar el más pequeño intersticio al vaivén de trillos culebreros para adelantarse al viejo cascajo que nos precedía por la congestionada 18 de Julio, plena de ronquidos gaseosos de monóxidos escapes de carbonatos negriazules, usurpando cambiantes carriles en su obsesivo y neurótico manejo.
Rompimos su línea de vanguardia en la picada. No obstante el desvencijado Ford, muy presto, nos alcanzó en la detención de un semáforo cuando sin expresar deseos de ingreso al soso espectáculo a cielo abierto de dudosas destrezas antigravitacionales con pelotillas y palillos, debí bancarme y otra vez mil, un típico sobreviviente de las avenidas metropolitanas. Además a su compañero de andanzas y acechanzas, un arremetedor higienista de los vidrios parabrisas. En ristre, mini botellita de cien usos, ahora pequeña garrafa donde se acumulaban ex líquidos jabonosos, sucios y, faltaría más, los íconos de la sub cultura plancha,un extravagante par de colgantes rococó en sendas y desprolijas orejas.
¿Para qué imprimió tanta velocidad a costa de mis sustos el jovernzuelo taxista, émulo trucho e irresponsable del veterano Fangio, si también otro escarabajo verde con forma de Volkswagen nazi estaba junto a nos desde estribor? No se ha aprendido aún en estos tiempos de incertidumbres que la tortuga termina por superar a la atlética liebre si el roedor, de pura irracionalidad, pretende adueñarse de la velocidad y de la verdad.
Inmediatamente debí resignarme como plus a inesperado y coactivo paseo clandestino, no solicitado, sólo para que cayesen en mi desmedro financiero fichas de más a favor del taxímetro truculento del itinerario largo y su impávido lazarillo, especialista en diálogos apenas monosilábicos de frugal vocabulario.
No protesté.¿Para qué? La jornada aprestaba ácida y tensa que así lo intuía. Me daba cuenta del ingenuo timo, que mucha sagacidad no era necesaria para descodificarlo, preparándome sólo para la probable amansadora que me aguardaba en el B.P.S.
Aspiré medrosa saliva mientras imitaba tal el mimo francés Marcel Marceau, fallecido un año atrás, las verónicas braquiales de mi transportista sobre la dirección hidráulica del Chevrolet Corsa, sus cambios en la palanca de fuerza, y el duro enfrentamiento bipolar del freno conservador y el ultra radical acelerador de mi talibán callejero. Más parecía una dialéctica mecánica del complicado Hegel entre las tesis y antítesis de mis pesares viales.
De haberme visto el cardiólogo mercedario de cabecera en tal encrucijada, hubiese ordenado otra dosis de mayor gramaje en la amigable pastillita ansiolítica. Ya un aneurisma virtual miraba con aviesas apetencias desde su mórbido atalaya cerebral. Pero…¡por fin! ¡Peatonal Sarandí a la vista! anuncié a la sordina con contenida alegría . Evoqué y fue mío ahora el sentimiento y el grito de Rodrigo deTriana en aquella lejanísima jornada del 12 de octubre por las aguas caribeñas de Guanahí. La señal era inequívoca sobre la proximidad de mi destino. Si uno viene azorado, no puede imaginar que por esas vetustas aceras anduvo en lapsos decimononos, jugando exitosamente a dandy, el admirado Roberto de las Carreras, hijo de la transgresora Clarita García de Zúñiga, mientras su nene piropeaba y acicalaba a una vez cultivado bigotillo Dalí en romántica reverencia a la idealizada y salmódica Venus Cavallieri, más seductora que nuestras contemporáneas patinadoras del hielo televisivo que, tres cuartas partes del universo rioplatense aplaude y envidia por más que juren lo contrario en sus culteranismos invertidos de té con masitas finas, five o’cloc.k
El corazón se replegó. No digo “tranquilizó”, pues sabía que muy pronto debería entrar en mayor ritmo desafiando a esa congénita y malhadada válvula mitral que desde niño le dio esporádicamente por fallar, sofocándome con arritmias bastante más habituales y compulsivas en gerontes de avanzadas edades provectas que no tanto en mi vejetud de jovato.
Ingresé al edificio público que hace cruz con la Iglesia Matriz creyendo que la cúpula mayor remitiría misericordiosos vientos místicos de religiosidad, mensajeros de cordiales albures, alegrando mis expectativas de obtener mejor cómputo jubilatorio que el tacaño y miserable pre adjudicado en Mercedes, que a eso iba.
Los murales del gran Gurvich con sus claras influencias de antiquísimos collages estilo bizantino advertían que todo olía a las capciosas frivolidades del rico imperio del Egeo. Formatos barrocamente confusos polucionaban el aire. Ardió la brasa de la sospecha contra el foráneo seljulcida invasor –que parecía yo serlo- tal si relanzasen fuego griego, peleando en solitario y, allí, agazapada, la princesa de todas las batallas, la de los expedientes.
Aguardé mi turno en medio de una asamblea de caras a cada cual más impersonal y ausente, incluida la mía, por supuesto. Parecíamos rezar en silencio desafinados pronunciamientos diversos y discordes mediante un verbo laico de esquelético cantoral gregoriano , preconfigurado en caliente imaginación. Lucíamos cuasi entregados, sin ofrecer resistencia al inexcusable connubio burocrático que advendría en instantes. La preocupación se testimoniaba por notorio y pétreo talante gestual, hosco, buceando en reclamo reivindicativo una fuerza interior protectora, sectorizada más en el azar de esperanzas y plataformas vagas que en prudencias sustentables.
La lentitud de los amanuenses de oficina no se caracteriza por virtudes de perentoriedad. El reloj pulsera siguió por una vez y media su noria suiza de traslación, girando y girando, aburridos el minutero y el segundero, sin ir a ninguna parte en sus cárceles circulares que el tiempo es muy veleidoso e impenitente
Como en el mito, Kronos devoraba implacable a sus propios hijos. No se deja fácilmente domeñar.Goza haciéndonos prisioneros ineludibles a condena terrenal perpetua. Luego, gradualmente, nos enviará arrugas, jorobas y achaques artrósicos. Los llevo conmigo, las arrugas, las jorobas y los achaques, viajero de donde vaya, creciendo mes a mes turbulencias seniles .
Intenté calmar en la oscura sala de mis tribulaciones, posición sedente de aparente descanso, hierática a lo Ramsés II en el Valle de los Reyes del Nilo. Las sillas de plástico se incrustaban en mis castigados riñones por voluntad extranjera de algún sádico diseñador de la Bauhaus. El ignoto alemán se empeñó en construirlas sin saber que por aquí no todos somos masoquistas, y si amantes sedentarios de las elongadas comodidades ventrales.
De repente, en medio de la crisis mayor de las punzadas costales, descubro una lectura adherida con cascola sobre el fuste de una enorme y obesa columna marmórea que recorre, en erección rectal de arquitectura monumental, todos los pisos del B.P.S.
Imagino que se trataría de un decreto oficialesco.Equivocación. Era un poema de Mario Benedetti, también sembrados por doquier en el lugar, poeta de lo citadino el veterano que lleva 88 años de prodigalidad literaria con devolución cosmopolita hacia el país mediante halagüeños y múltiples premios mayores, merced de su escribiente fecundidad. ¡Ah! ayudaría a soportar la espera, el tedio, el cansancio y la ansiedad. Leo, cabalgando sobre los visionarios versos:
-“Que suerte / siempre iguales / vos y yo / desde aquella primera alegría de nuestro primer sueldo / siempre iguales / hermano / en las licencias / en los aguinaldos / en los ascensos / en las comisiones / siempre el mismo cargo / siempre el mismo sueldo / yo / usando lo que sé / brindando lo que tengo / ecuaciones / inglés / teneduría / alemán / buena letra / logaritmos / yo/ usando lo que sé / nada más / nada menos / vos/ prendido a la Oreja / como una caravana”.
¡Cúanta perspicacia en el vate del paso taurino tacuaremboense! Deslumbra la precisión, el clamor económico del lenguaje, no realismo mágico sino auténtico, concisión y la sapiente elección de la palabra adecuada en tributo descriptivo a la sugestiva radiografía de obsecuencias laborales de tantos seres que comparten nuestras cotidianeidades vendiendo faustinamente su dignidad promiscua. Resisten y driblean incompetencias impulsados por holgazanerías, vía magna del menor esfuerzo.
Algunos que conocía aplicaron al pie de la letra la receta y el vademécum total, posesos de un alma tutorial por el influjo de pequeñas devociones y renuncias pervertidas.
Otros, en tanto, prefirieron abstenciones. O procuraron valientes elusiones sustitutas antes de venderse. Valen estos para ser admirados en sus anonimatos oscuros, dignos, sin redención ni pecados.
Mientras repasaba en la memoria a unos y a otros con la taxonomía vil que transita entre el alcahueterismo miserable y el decoro recio y honorable, de pronto se sentó junto a mí un señor cano. La sorpresa ahuyentó las reflexiones éticas que copaban hasta entonces mis pensamientos, colapsándolos en fuga inmediata. Recíprocamente reparamos mutuamente con auscultantes miradas ante el soslayo de la emergente discreción primaria
-¡¿No me digas que eres Manuel González?! exclamó el llegado al reconocerme.
-Si hermano, el mismo Manuel González de Mercedes, le respondí, ¿qué es de tu vida, Lorenzo?
Hubo inmediatamente un arracimado trasiego de informaciones navegando los dos por extensa bitácora. Lorenzo estaba casualmente en Montevideo por el mismo asunto que yo.Venía desde Paysandú, radicado allí algún año atrás. Había trabajado sus años en actividades de responsabilidad menguada cuando comparamos legajos respectivos. En fin…se jubilaba con pródigo tope máximo…¡jummmmm!....
Retorné a Mercedes. Rápidamente me dirigí hacia el moisés de mi reciente nietita; le di un besito cargado de ternura y honda caricia de infinito amor y fe. Retiré de la rosácea orejita el juego de caravanas aúreas que le había regalado para simbolizar el ritual ancestral de los abuelos en gracia y augurio a la condición femenina, alianza simbólica del fino y sagrado metal con augurios de Vida noble. Confiaré en ella, sin caravanitas…
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